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Héroes del Timón presente en el Gran Premio Mobil Delvac 2025

Héroes del Timón presente en el Gran Premio Mobil Delvac 2025

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La carretera como destino: una crónica del Gran Premio Mobil Delvac 2025

El asfalto vibraba más allá de los motores. Era julio, y como ocurre cada año desde hace casi cuatro décadas, el Autódromo de Tocancipá dejó de ser una pista para convertirse en un espejo del país que circula entre montañas y fronteras invisibles: el de los camioneros, nuestros Héroes del Timón. Esta vez, el rugido no fue sólo por velocidad, sino por memoria. Cien años de Mobil Delvac, 37 ediciones del Gran Premio de Tractomulas, y 154 cabezotes alineados como si fueran gladiadores antes del combate.


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(Imagen tomada: Federación colombiana de automovilismo)
 

Llegaron desde Colombia, Ecuador y México. Algunos con décadas al volante; otros, como el mexicano Luis Alvarado, por primera vez. No era sólo una competencia de destreza. Era un ritual. La carretera es su oficio, pero también su mundo. Y durante dos días, ese mundo tuvo tribunas, gradas llenas y más de 30.000 voces que no vitoreaban escuderías, sino nombres propios: Rodríguez, Guío, Pedraza.

 

Los hermanos Rodríguez –Carlos y Edwin– protagonizaron una final que pareció escrita por el destino: dos tunjanos enfrentados no por rivalidad, sino por historia compartida. Cuatro vueltas los separaron del podio, pero años de carretera los unían en el origen. Carlos, en su undécima participación, cruzó primero. Ganó la edición 37 del evento y dejó claro que, en Boyacá, la destreza al volante se hereda, se entrena y se honra.

 

A un costado, sin tanto ruido, otros nombres también escribían sus páginas. Henry Guío, también boyacense, ocupó el tercer lugar. Y en otra pista, Julián Pedraza, joven de Duitama, se alzó como Campeón de Campeones, demostrando que el talento no solo persiste: se renueva.

 

Pero el Gran Premio es más que cifras y clasificaciones. Es un evento que revela lo que somos cuando creemos que estamos observando a otros. En Tocancipá se celebró a la Virgen del Carmen, patrona de los transportadores; hubo música en vivo, feria gastronómica, homenajes, reconciliación. Se aplaudió a los pilotos, sí, pero bajo el ruido de los motores, latía el país real.

 

La prueba con tráiler —icónica y ausente por años— volvió como un símbolo. Exigente, lenta, precisa, obligó a cada piloto a demostrar algo más que velocidad: paciencia, cálculo, control. La carretera no siempre se gana con prisa.

 

El Salón Dorado, erigido como tributo a los cien años de la marca patrocinadora, ofrecía descanso y pantallas. Pero afuera, en las curvas y las rectas, estaba el verdadero espectáculo: hombres y mujeres enfrentando con manos firmes y mirada fija una pista que representa miles de kilómetros recorridos en silencio, por trochas, autopistas, pasos de frontera.

 

Ocho horas de transmisión en vivo no bastaron para contar lo que ocurre allí. Porque lo que vibra en Tocancipá no es solo un camión acelerando: es una cultura, una comunidad, una épica silenciosa. El Gran Premio no es solo una fiesta automovilística. Es una ventana a una Colombia que casi siempre viaja de noche, que no se detiene, que sigue.

 

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